El diálogo con Protágoras había dejado a Sócrates como un ciego que recupera la vista. Tan maravillado quedó de su propia ignorancia que apresuró sus pasos hacia la casa del hijo de Aristón. Quería relatarle lo discutido con el anciano sofista: cosas grandes y bellas que se había perdido y necesitaba escuchar y anotar.
Hipócrates, sin embargo, seguía acompañándolo. El muchacho iba silencioso, cabizbajo y con el entrecejo fruncido, como si lo apesadumbrara un largo pensamiento. Seguro también lo impresionó el discurso de Protágoras. Pero quizá la duda de Hipócrates no se había resuelto y era la razón de que anduviera tan callado.
En el cruce de caminos, Sócrates se detuvo delante de la fuente. Quería hacer una pausa a la sombra del gran laurel y beber agua. Era el medio día y el tabardo le pesaba por el calor. Dudaba si mandar a Hipócrates a su casa o dejar que fuera con él. Pero como el muchacho no se iba y su compañía tampoco era desagradable, lo dejó ahí.
Hipócrates fue a sentarse al borde de la fuente y, por iniciativa propia, se negó a seguir.
—¿Qué pasa, Hipócrates? ¿Acaso el calor te ha vencido?
—Y no sólo eso, Sócrates, también el hambre y una duda que no se disipa.
—¿Quisieras compartirla?
—Me gustaría, pero debo confesar que temo hablar contigo. Sé que me quieres y somos amigos. Pero después de haber visto cómo dejaste mal parado a Protágoras, siendo, como tú y yo lo sabemos, un hombre sabio, me dejó teniéndote en más estima y te respeto.
—Pues yo también me he maravillado, aunque sólo buscaba aprender, ya que no sé nada. Por eso guardo en mi memoria cuanto detalle pueda contar a mi amigo, para que lo escriba en mi nombre.
Hipócrates bebió del agua clara. Al contrario de otros muchachos que bebían empinándose como los perros, él tomó una palangana de madera, la sumergió y se la llevó a los labios.
Al ver la juventud de Hipócrates, Sócrates decidió esperarlo. El muchacho no era ningún Alcibíades, estaba claro. Pero le fascinaba su edad y su voz que de vez en cuando se quebraba como si triturara una hoja seca de laurel. Fue a sentarse sobre una piedra, a la sombra del árbol, y contempló la fuente y la vía y al muchacho. Le apremiaba marcharse, pero también le placía estarse quieto y cubrirse del sol.
Hipócrates se aproximó con la palangana repleta y le ofreció agua. Él bebió la mitad, pensando que el muchacho aún tendría sed, pero éste se negó y lo animó a beber todo. Así lo hizo. Hipócrates corrió a la fuente a dejar la palangana, regresó y se sentó al lado de Sócrates, sobre la hierba, y apoyó la cabeza en su regazo.
—Después de lo que nos escuchaste, ¿qué has decidido? ¿Tu cabeza se inclina por obtener el conocimiento de Protágoras o de algún otro?
—Mi cabeza ahora se reclina en ti, Sócrates. Y sería muy feliz si pudiéramos pasar así un rato, en silencio y sin pensar. Porque lo dicho por ustedes dos me da vueltas y temo confundirme. Las ideas me giran como las aves que rondan a las tortugas despeñadas.
—Pero, dime algo. ¿Acaso no sería mejor que Hipócrates se separara de Sócrates, siendo que este no tiene nada que enseñarle, pues nada sabe?
Hipócrates levantó una mano para indicar silencio: —No me hables, en eso estoy pensando.
¿Y quién era ese jovencito que le mandaba guardar silencio? Sin embargo, a los muchachos se les debían dar esas concesiones, por lo menos algunas veces. De por sí la insolencia era un rasgo compartido entre los jóvenes. ¿Entre todos o sólo algunos? Porque si existía el Hipócrates en sí, el que tenía ante sus ojos debía ser sólo un simulacro. Entonces, ¿cómo sería el ideal?, ¿había manera de conocerlo? ¿O Sócrates se engañaba? ¿Qué hacía al Hipócrates ideal un ideal y a éste un simulacro? Si sus ojos se deleitaban ante un simulacro imperfecto, ¿cómo sería mirar a la idea de Hipócrates en sí? Luego, entonces, ¿acaso existía un ser ideal para cada uno de los seres o existía un ser único del que se modelaban todos los demás? Y esos demás debían constituir simulacros imperfectos a los que los sentidos se aferraban. Pero eso sólo significaba que cada hombre, viejo y joven, espartano, lacedemonio, heleno, troyano, él mismo era también Hipócrates… en cierto sentido; así como Hipócrates era cada uno de los otros y cada uno de los otros era también era él.
—¿Me oíste, Sócrates?
—¡Por el perro! Que no dejo de pensar. Pero si la vida se trata de eso, pensar y examinar el mundo, ¿cómo no hacerlo con alguien como tú, aquí y ahora, si en eso está la felicidad?
—Bueno, pues mi felicidad se haya ahora donde mi cabeza está.
—¿Y qué es la felicidad, Hipócrates? —Sócrates quiso de nuevo preguntarle.
¿Cuál era el sentido de tener un acompañante hermoso si se le instaba al silencio y no podía hablar con él? ¿En qué cosas pensaba Hipócrates que él no pudiera ser partícipe de ellas? Lo cierto es que se había distraído y eso le pesó. Puso la mano sobre la cabeza de Hipócrates, como para disculparse; sus cabellos rizados le parecieron el plumaje de una paloma.
—Estoy confundido, Sócrates.
—¿Cómo? ¿Un muchacho como tú que piensa y le preocupa su educación en lugar de entregarse a los juegos? Quizá también aprendas de jugar y tengas que hacer además de lo uno, lo otro.
—Pero, Sócrates, ¿por qué me recriminas? Juego y voy al gimnasio y escucho las enseñanzas de nuestro esclavo, al que, por cierto, no sé si ya encontraron. Arístides puede dar fe de lo que te digo y también el hijo de Pausanias y los muchachos de por mi casa. Por un rato que quiero pasar contigo, no se me va a ir la vida.
—¿Qué te confunde?
—¿Ser hombre es sólo pensar? Quiero decir, ser hombre como tú o Protágoras. Porque a mí me gusta hacer muchas cosas, parte de lo cual tú lo sabes y otras muchas que tú no sabes. Y no sé si al final eso es o no virtuoso, según lo que tú y Protágoras hablaban. Y yo me preguntaba si no más bien me gustaría ser más simple.
—¿Como un animal?
—Como un animal, Sócrates.
—¿Cualquier animal o un animal en específico?
—¿Me vas a examinar?
—Es lo que hago.
—Pero yo no soy sabio, Sócrates, soy sólo un niño —y al decir esto, la voz de Hipócrates volvió a sonar como el crujido de una hoja de laurel.
Sócrates pensó entonces en su propia vida. La imagen de una copa amarga en sus labios se le había presentado en su última rendición de cuentas al daimon. A pesar de que muchos lo apreciaban, aquellos a quienes examinaba terminaban desdeñándolo y acusándolo de ser mala influencia para los jóvenes, y eso era acerbo.
Puso la vista en Hipócrates y se dedicó a mirarlo en silencio. Un día ese muchacho sería viejo, tanto como el mismo Sócrates, si la guerra o la enfermedad no se lo llevaban antes. Pero Hipócrates era aún joven y sus cabellos eran negros y rizados, y los dedos de Sócrates se entrelazaban en ellos como entre los hilos de una tela fina. Si Hipócrates era un simulacro, por lo menos era el simulacro que estaba ahí; un simulacro vivo. Un Hipócrates que lo seguía y respiraba y le daba de beber y le pedía silencio y se confundía. En toda la Hélade no había otro Hipócrates como este y eso lo hacía un simulacro único.
—¿Puedes venir conmigo al gimnasio, Sócrates? A ti te gusta rodearte de los jóvenes, no te niegues a acompañarme. Además, si los más grandes te ven llegar con alguien como yo, pensarán que eres mi maestro y me convidarán a su lado con mayor gusto.
Sócrates no chocheaba: no temía olvidar nada de lo que había conversado con Protágoras. El sonido claro del agua en la fuente y la súplica de Hipócrates lo convencieron en paz. Cortó una hoja de laurel y se la acomodó al muchacho en los rizados cabellos.
Sócrates envejecía, el mundo envejecía para Sócrates. Los simulacros que lo rodeaban acabarían por disolverse, pues al extinguirse él, los sonidos y las visiones y los sabores y las texturas y los aromas se acabarían con él. Y, sin embargo, ahora seguía vivo. Él necesitaba seguir preguntando y el muchacho necesitaba que lo acompañara al gimnasio.
—Yo ya sé quién quiero que sea mi maestro, Sócrates. Pero no estoy seguro de que este hombre quiera tomarme como su alumno. A lo más, puedo desearlo y acercarme a él y aprender de lo que él pregunta y de lo que otros le responden. ¿Eso está bien para ti?
Él no respondió enseguida. Los sofistas eran afortunados de tener tantas palabras a tiro de piedra; afortunados por ser elegidos para enseñar y recibir dinero. Pero Sócrates era afortunado porque este muchacho lo había elegido, a pesar de que a cambio lo único que podía ofrecer era su pobreza y su ignorancia.
—¿Qué dices, Sócrates? ¿Vienes conmigo? Platiquemos en el camino y puedes preguntarme lo que sea. ¿O quieres que mejor te deje en paz?
—Querido Hipócrates, tú sabes que yo pienso mejor dialogando con otros. A veces quisiera estar quieto, pero eso no me es posible. Tengo que ir de un lado a otro tratando de encontrar respuestas. Estoy en este mundo como el águila, esa que dices que siempre va dando vueltas alrededor de la tortuga despeñada. Pero aquí, contigo, aprendí algo sin ni siquiera buscar, y lo aprendí de ti y sin argumento.
—¿Y qué aprendiste?
—Pero, Hipócrates, si te lo dijera, tendría que comenzar a cuestionarlo y ahora sólo quiero vivirlo. ¿Te basta esta respuesta?
—A mí, sí.
—¡Venga, pues! Hablemos de camino al gimnasio y vivamos este día como no será otro en nuestras vidas.