Encontré el dibujo al abrir la puerta del departamento antes de salir para el trabajo. En aquella hoja reconocí los trazos de un niño de preescolar. Un auto de franjas rosas y grises yacía como una tortuga volcada junto a una rampa. Un hombre de palitos, con marcas de neumáticos en la espalda, mostraba la lengua de fuera y taches en lugar de ojos. Con las prisas, metí el dibujo en el maletín, en un folder junto a otras hojas blancas. Lo revisaría mejor más tarde.
A una cuadra de la oficina, llegué al cruce del distribuidor vial: una rampa de concreto conducía al segundo piso de la avenida. La luz roja del semáforo detuvo el flujo de autos. Me dispuse a cruzar cuando escuché un grito detrás de mí. A una viejita se le había escapado su perro. En un acto de bondad, a pesar de las prisas, pisé la cuerda del animal y así detuve su escape antes de que cruzara la calle. Escuché un rechinar de llantas que me hizo abrazar a ese perro desconocido. Un taxi de franjas rosas y grises cruzó trayectoria con un tráiler que se pasó el alto. El taxi volcó y quedó con los neumáticos al aire a la subida del distribuidor. El tráiler se siguió de largo. Oí más gritos. Un hombre abrió la puerta del taxi. El conductor, ante mi sorpresa, salió de pie y fue a sentarse en el borde de la acera. Con el corazón corriendo, entregué el perro a la viejita y me apuré a llegar a mi trabajo.
Platiqué lo sucedido a mi compañera de trabajo en la oficina. Ella me tranquilizó. Había llevado a su hijo: Diego tendría unos cinco años. Se la pasaba ocupado en la mesita de mi cubículo donde había más luz. Yo revisaba las cuentas de gastos y él trabajaba dibujando.
—Te traje algo —dije yo.
Saqué el folder con las hojas blancas. Él aplaudió en su contento. Le di una pluma de tinta verde, un marcatextos rosa, un bicolor, un lápiz y un sacapuntas. Diego abrió el folder, tomó una hoja y se puso a verla.
—¿Eres tú? —dijo señalando el dibujo que yo había encontrado en la mañana.
Al verlo dudé de mí. En el dibujo aparecía el taxi volteado, pero el hombre de palitos aparecía con un perro hecho bolita en sus brazos. En la mañana, seguro yo vi otra cosa, pero pude haberme equivocado.
Al regresar al departamento, encontré otro dibujo frente a la puerta. Miré a uno y otro lado del pasillo buscando al autor de esa broma. Lo recogí algo molesto. El estilo de los trazos era el mismo del dibujo de la mañana. Un auto con el frente aplastado contra una pared. El hombre de palitos se elevaba en el aire impulsado por la fuerza del atropellamiento; la lengua de fuera y los taches en lugar de ojos.
Bajé a la entrada del edificio donde estaba el tablero de corcho de los anuncios locales. Clavé ambos dibujos con una tachuela. El desconocido autor vería sus obras ahí clavadas y entendería la necesidad de parar la broma.
Subí las escaleras. Y ahí, frente a la puerta, encontré otro dibujo.
—¡No es gracioso! —grité al pasillo vacío, y me respondió el silencio.
El hombre de palitos se encontraba en el extremo izquierdo del dibujo. Su rostro se orientaba hacia la parte superior derecha: en el cielo brillaban dos enormes —y a la vez pequeños, según la perspectiva— objetos como soles luminosos.
Bajé a clavarlo con los otros. Pero ninguno de los dos estaba ya en el tablero. Subí corriendo; atraparía al bromista, preguntaría sus intenciones y lo que consideraba divertido de todo esto. No vi a nadie, ni en las escaleras ni en el pasillo. Encontré ambos dibujos al pie de la puerta. Y además seguía llevando el tercero en la mano. Entré con los tres al departamento y cerré de golpe.
Me senté al escritorio. Puse los dibujos delante de mí. Los miré tratando de imaginar al artista y descubrir sus propósitos. ¿Qué clase de niño latoso había dibujado esas cosas? ¿Qué necesitaba de mí que no me podía decir llamando a la puerta? Me ganó el sueño preguntándome cuál era el significado de todo eso.
Al día siguiente encontré cuatro dibujos más. En cada uno de ellos aparecía el mismo hombre de palitos en distintas situaciones trágicas: un vagón del metro le pegaba y él salía volando; sobre un oleaje se le veía flotando y la aleta de un tiburón a su lado; en un edificio se asomaba a la ventana mientras el fuego le daba lengüetadas en la espalda. En cada uno de los dibujos el hombre aparecía con la lengua de fuera y los taches en la cara en lugar de ojos. Un rasgo me resultó inquietante: el hombre de palitos usaba anteojos y pantalón de mezclilla, igual que yo. Como broma, la situación empezó a colarme.
Guardé los dibujos en el folder, los metí en el maletín. Esa mañana volvió a suceder algo extraño. Una anciana me llamó antes de cruzar la esquina. Se le había caído un arete y me pidió ayuda para buscarlo. Calculé el tiempo: tendría apenas un par de minutos para ayudarla y después aceleraría el paso. Di la vuelta y al instante escuché un patinar de llantas. Un carro fue a estrellarse en la precisa esquina que apenas hace un segundo me había dispuesto a cruzar. Si no hubiera retrocedido, habría salido volando… igual que el hombre de palitos en uno de los dibujos. La viejita y yo olvidamos el arete. Unas personas fueron a atender al hombre del auto; la bolsa de aire lo preservó, pero se veía algo lastimado y no se movía.
—Estuve a punto de morir —dije a mi compañera de trabajo cuando le platiqué la historia.
Su hijo se encontraba dibujando en mi lugar, seguía usando las pocas cosas que le había dado: el marca textos, la pluma y el bicolor, el lápiz. Con aquel escaso material decoraba algunas figuras que más bien parecían garabatos sobre el papel; aunque a él debían parecerle hombres y ciudades, mares y selvas.
Mi compañera recordó unos pendientes y se levantó. El niño siguió entretenido haciendo sus dibujos. Yo saqué los míos. Pasé las hojas y llegué al dibujo del auto estampado en la esquina. Pero el hombre de palitos ya no volaba por los aires; daba la mano a una figura encorvada como la anciana que perdió el arete.
Los dibujos no podían modificarse, así como así. Algo pasaba. Descarté lo paranormal por lo irracional de ese pensamiento. Mi estado mental debía estarse deteriorando. Mi familia contaba el caso de una tía que había enloquecido. ¿Qué clase de locura o qué pasó?, nunca tuve la curiosidad de preguntar. Pero lo mío debía ser una condición mental temible y muy desfavorable.
—¿Qué ves aquí? —pregunté a Diego, mostrando el vagón del metro en el que el personaje también salía volando.
—¿Por qué te dibujan así? —respondió sonriendo.
Satisfecho con su pregunta, me tranquilicé un poco. Asumí que él veía lo mismo que yo: ambos habíamos notado ese parecido mío con el hombre de palitos.
Al llegar al departamento encontré más dibujos. Los siguientes días también encontré más dibujos. Siempre el mismo papel construcción, siempre los mismos temas trágicos. Y no diré aquí los incidentes en los que me vi envuelto, pero cada uno me hizo enloquecer un poco más.
Me lo guardé todo. ¿Quién iba a creerme? Desde luego, hice lo procedente para enterarme de quién era el misterioso bromista. Una noche me acosté en un trapo al lado de la puerta, esperaba escuchar un paso, cualquier cosa. Pero me ganó el sueño y nunca supe. Puse una trampa rudimentaria, usé hilo de nylon y unos sartenes; fui yo el que cayó en ella. Instalé una cámara. Los vecinos debieron pensar que era yo un loco y quizá no se equivocaron. Tampoco intervinieron. En su mayoría ancianos, se caracterizaban más por su distanciamiento que por su comunidad. Examiné las grabaciones: los dibujos nunca aparecieron en ellas. Hubo una en la que me vi abriendo la puerta, me incliné al suelo y levanté… nada. Pero esos dibujos estaban en mis manos, eran materia de los mismos átomos de lo que todo está hecho.
Acabé aceptando los dibujos ante mis ojos, era como si mi imaginación los materializara. Si algún ser era capaz de modificar la realidad ese era yo y cualquiera de nosotros. Cambiamos la realidad con nuestro trabajo, con nuestros sueños, nuestros anhelos y nuestros odios, nuestros amores, nuestra falta de acción. Todos podemos cambiar la realidad.
Llegué a la oficina. Dos cuadras antes apenas me libré de un sofá cayendo de un cuarto piso. Las circunstancias del incidente no importan. ¿A quién se le ocurría un sofá cayendo sobre su cabeza? Me senté delante del escritorio. Diego, mi eterno compañero de trabajo, seguía dibujando todos los días. Coloreaba y trazaba y remarcaba. Ese día sospeché de él. Estuve a punto de estrangularlo. Imaginé agarrándole de los hombros y sacudirlo con tanta fuerza como para dislocarle las vértebras del cuello. Pero en una segunda reflexión —aún era yo capaz de eso— ¿cómo se me ocurría que un niño de cinco años iba a plantar los dibujos frente a mi puerta?, ¿a qué hora?, ¿por motivo de qué?
Nada tenía sentido. En los dibujos el hombre de palitos dejó de ser el único personaje y ahora había otros: hombrecitos flacos o ventrudos, chaparros o muy altos, a veces sin el palito de una extremidad, blancos, negros, con anteojos o sin ellos. Pero siempre en escenas trágicas: desde la muerte por una pedrada hasta devorados por miles de puntitos rojos que parecían hormigas.
Alcancé a llenar tres cajas grandes con aquellos dibujos. Sólo entonces decidí no hacerles caso. Pero los dibujos siguieron acumulándose en el pasillo y nadie los recogía. Llegaban en cantidades variadas, paquetes de quinientas hojas y pilas enteras que alcanzaban el techo. Se fueron quedando de tal modo que costaba trabajo salir del departamento. Me vi en la necesidad de caminar de lado para caber en el estrecho pasillo formado por los cientos, tal vez miles de dibujos.
La dificultad de salir del departamento y el temor de que fueran a suceder más tragedias me obligó a quedarme en casa. Quién sabe qué más anunciaban esos trazos. Por un lado, estaban los dibujos donde el hombre de palitos era yo, y por el otro, los demás hombres en ellos representados. Pasé mucho tiempo investigando este o cualquier otro accidente. Entré a páginas de internet y me suscribí a boletines, vi las noticias, escuché la radio. Clasifiqué los dibujos por localidad: primero, los de la colonia; luego, la ciudad; luego, el país; luego, el continente; luego, el mundo. Llegué a representaciones tan extrañas como la espiral del sistema solar, la nube de una galaxia, el vacío inconcluso del universo.
Por fin, renuncié a mi trabajo para dedicarme en exclusiva a los dibujos.
Atento a las imágenes de la cámara, vi a los vecinos tratando de encontrar camino por el pasillo estrecho. Eso me reconfortó. La dificultad de paso constituía una confirmación de que también ellos veían lo que la cámara no captaba. Uno de los vecinos, un anciano del mismo piso, tocó a mi puerta. Yo, temeroso de un reclamo, me dediqué a mirar cómo él, furioso, tocaba cada vez más fuerte. En un arranque de ira, el anciano hizo un movimiento brusco y perdió el equilibrio, derribó las pilas de hojas invisibles en mi pantalla y quedó —asumí— sepultado bajo los dibujos. Quieto, boca abajo, los brazos extendidos y la cadera chueca, aplastado por kilos y kilos de papel construcción.
Pasaron los días y vi a otros vecinos saltando las pilas de papel que en mi pantalla resultaban imaginarias. A los tres días el olor a muerto se coló a mi departamento. Quemé velas aromáticas, incienso, eché loción, alcohol, pero de ningún modo la peste desapareció.
Los vecinos se apiñaron frente a mi puerta. Amenazaron con derribarla. Escondidos tras un cubrebocas, se quejaron del olor a muerto y el desorden.
—¡Limpia tu pasillo! ¡Te estás pudriendo allí adentro!
Me acerqué a la puerta y abrí de golpe. Uno de los ancianos cayó de cara a mis pies. Un caudal de dibujos corrió como agua y se regó en la sala.
—¡Todos vamos a morir! —les dije—. ¡Lean los signos! ¡Estudien los dibujos! ¡Tú resbalarás en la regadera! ¡A ti tu nieto te clavará un cuchillo! ¡Y sobre tu cabeza caerá una improbable tortuga! ¡Esto es lo que el destino tiene para ustedes! ¡Lean los signos!
Fui entregando a cada uno su dibujo. Los ancianos me miraron consternados.
—¡Ahí están! —les dije—. ¡Ahí están los signos! ¡Lean los signos!
No parecieron comprender. Arrebaté a uno de los ancianos su dibujo. Pensé en explicarle a detalle cómo sería su muerte. Pero el papel estaba vacío, los trazos se habían desvanecido. Me asomé a los dibujos de los demás viejos y en ninguno encontré rastro de aquellos trazos infantiles que pronosticaban el futuro.
Revolví los papeles a mis pies, descolgué los papeles de las paredes, salí y busqué entre el reguero del pasillo alguno que mostrara los dibujos. Los ancianos gimieron cuando en mi búsqueda descubrí el cadáver de su vecino.
Supe que alguien vendría por mí. Tomé el maletín con los primeros dibujos y salí huyendo del edificio. Corrí por varias cuadras. La gente corría también, en desbandada, como hormigas sin trazos de un rumbo.
El día me pareció más brillante que otros. Seguro por haber estado encerrado tanto tiempo la luz y los colores lucían distintos. Me cansé pronto. Llegué ante el ventanal de una cafetería. Los comensales se reunían como gatos curiosos delante de una pantalla empotrada en la pared. Detrás del anunciador del noticiero se veía una imagen del espacio y un punto en movimiento.
Entré al lugar. Mi antigua compañera de trabajo se hallaba también frente a la pantalla. Diego, su hijo, en un gabinete al lado del ventanal, dibujaba en una hoja de papel construcción. Fui a sentarme a su lado. Saqué el folder y revisé los dibujos. ¿Dónde habían quedado los trazos, las formas, los colores? Todo había desaparecido.
Diego tomó del folder una de las hojas y la observó.
—¿Eres tú? —dijo, y me mostró la hoja.
Aquel único dibujo se había salvado del vacío. El hombre de palitos se hallaba de pie en el extremo izquierdo de la página. Levantaba la vista hacia el extremo superior derecho. Su mirada de hallaba puesta sobre algo más allá de los límites de la hoja de papel.
Diego siguió coloreando. Pero al apoyar la punta del color sobre la hoja ninguna línea quedo fijada. Tomó el marca textos y pintó, y nada se fijó en el papel.
Mi antigua compañera de trabajo empezó a llorar. Salí a la calle, con el dibujo en mis manos y Diego siguiéndome a un paso de distancia. Otras personas miraban el cielo: el cielo más azul que había visto nunca, sin nubes. El sol en el cénit, y a un costado del sol un objeto blanquísimo se acercaba, dejando una cola como la ceniza de un volcán.
Me llegó el entendimiento. Leí el cielo. Aquel signo indicaba el único y contundente futuro de la humanidad: no había futuro.
Diego tomó mi mano. Nos quedamos en medio de la calle. Miré el dibujo que habíamos estado viendo. Las líneas y colores desaparecieron ante mis ojos; sólo quedó el vacío de la hoja en blanco. Me quedé ahí. Sin correr. Sin desesperar. Sin ninguna prisa esperé el fin: la caída de aquel otro sol sobre la tierra.
Me parece muy buen cuento: sencillo, claro, bien escrito y con un clima de inquietud y misterio perfectamente graduado y mantenido hasta el final. ¡Te felicito!