Matías conoció a su mejor amigo en la playa. Los dos dejaron que las olas los revolcaran; buscaron el hogar de un cangrejo enterrado; encontraron una galleta de mar y la arrojaron de vuelta de donde había venido. Hicieron un castillo de arena que parecía un cerro dinamitado; fingieron ser piratas y detonaron cañones que reducieron a escombros los muros de su propia arquitectura. Tras el éxito de la destrucción, fueron a tomar el sol sobre las enormes piedras en la desembocadura del río. Las algas ondulaban en el agua traslúcida.
—Como somos piratas, necesitamos nombres que nos hagan famosos. ¿Tú cómo te vas a llamar? —preguntó Matías a su amigo.
Éste le propuso que él decidiera los nombres.
—Entonces te vas a llamar Lucrecia —dijo Matías, dándole el nombre de su abuela.
Su amigo le respondió que entonces él se llamaría Silvina, el nombre de una tía. Pero como ninguno estuvo de acuerdo con la elección del otro, acabaron escogiendo su propio nombre.
—Finn. Me voy a llamar Finn —dijo Matías—. Es un nombre aventurero y queda.
Su amigo se llamaría Barbosa; era nombre propio de pirata y también quedaba. Ahora bien, además de piratas, trabajaban como espías; por lo tanto, nadie más debía conocer cómo se llamaban. Los dos estuvieron de acuerdo y juraron nunca decir sus nombres secretos.
—Bueno, sólo por causas de fuerza mayor, ahí sí nos los decimos —dijo Matías, y su amigo le dio la razón.
Matías recibió una llamada en el teléfono colgado de la pared. El presidente de Estados Unidos lo contrató para una misión detrás de la cabaña, en el claro al lado del río. Él y su amigo debían competir para pescar el cazón con los bigotes más largos. Pero, después de un rato, Matías sólo pescó una codorniz y una agujeta. Su amigo, en cambio, pescó un dragón escarlata que traía una guirnalda de espuma. El dragón les escupió agua a presión y los arrojó al aire.
Del otro lado de las nubes, a los dos les costó trabajo sostener el vuelo. Matías daba piruetas incontrolables y su amigo parecía un cachorro de sabueso en una piscina. Desde lo alto, ya más en control del vuelo, reconoció su uniforme azul colgado en el tendedero del patio. Sobrevoló su casa en Asturias y decidió aterrizar en el tejado. Pero acabó perdiendo el control y se desplomó como si tuviera alas de cera.
Cayó en su cama y rodó del colchón al piso. Se sentó en el suelo, con el hombro adolorido. Un rato se quedó así, pensando, tratando de recordar. Fue a bañarse. Dejó el agua correr y recordó un dragón, una playa, un castillo de arena. Se puso el uniforme azul, apenas con ganas. Mordisqueó la orilla del sándwich que su papá le sirvió y bebió sólo un sorbo de leche. Su papá le envolvió una galleta para que la comiera en el recreo.
Llegaron a la escuela. Matías bajó del auto arrastrando la mochila. Encorvado, casi llora para no entrar. Se formó donde siempre, en la fila de los niños de cuarto año. Se sentó con las piernas cruzadas. Después de un minuto, cabeceó y poco le faltó para golpearse la cabeza.
La maestra de guardia le gritó que se lavara la cara con agua fría. Matías fue al baño y, en el lavabo, mirando el agua y su cara en el espejo, recordó a su amigo, el castillo de arena, el dragón escarlata, sus nombres secretos.
Regresó a la fila, sin ganas, hubiera preferido no levantarse nunca.
—¿Qué tienes? —le preguntó el maestro de segundo.
Matías conocía muy poco a ese hombre, sólo a veces cruzaban miradas en el recreo. Le parecía, sin embargo, un anciano simpático, un pirata, con esa barba canosa y su traje de color que no era rojo, ni café. Siempre lo veía rodeado de otros niños, como si jugaran alrededor de una estatua.
—Me siento triste —contestó Matías, sin más, sin saber por qué lo decía, con tanta franqueza, a un extraño.
—¿Qué pasó?
—Es que conocí a mi mejor amigo en un sueño y nunca lo volveré a ver, porque no es real —dijo Matías y escondió la cara en el regazo del viejo maestro.
El anciano se arrodilló. El abrazo que le dió fue como el de un padre o, más bien, el de un buen amigo. Matías notó que la ropa del maestro olía a espuma de playa, escamas de dragón, pólvora. Alzó la mirada y algo le abrió las pupilas.
—¿Tú? —dijo Matías, con su voz secreta.
—Y pensar que pasé toda mi vida buscándote… —contestó el maestro— mi querido Finn.