A sus más de setenta años, el señor Farias seguía teniendo sus qué veres de vez en cuando. De joven trabajó en una oficina, con horario de 8:00 a 17:00 hrs., una hora de comida y vacaciones en diciembre. A diario se subía al metro en horas pico y lo aplastaban. Pero lejos de molestarle, iba al último vagón, con gusto, a insertarse entre los apretujados cuerpos. Sus dedos se volvían tentáculos impacientes y se agarraban a cualquier protuberancia tibia y firme. En ocasiones, dedos semejantes lo alcanzaban a él; algunos los aceptaba y, otros, francamente, los pellizcaba como a gatos necios.
Cada día siguió la misma rutina: ir al trabajo, dejarse manosear, salir del trabajo, dejarse manosear, regresar a casa y manosearse. Una existencia simple y bastante desordenada, podría decirse.
—Desde luego, algo me hacía falta —dijo a su amigo. Y sus manos arrugadas rodearon el vaso del capuchino, en el Starbucks.
Innovó su rutina y exploró otros horizontes. Lugares de encuentro: bares, baños públicos, azoteas, bibliotecas, templos cristianos, parques, mercados, universidades, restaurantes, puentes peatonales, avenidas transitadas, librerías, alcantarillas. Fue a todos lados y probó de todo. Blancos y negros, amarillos y rojos, viejos y jóvenes, mayates y bugas. Se dejó probar y probó cualquier clase de calaña imaginable y sin imaginar.
—¿Pero no te dabas cuenta de que eso te pudo dar una enfermedad? ¿Nunca fuiste al doctor? —le dijo su amigo, un señor en sus cincuentas.
—Estoy limpio —contestó el señor Farias, orgulloso.
La divinidad le cuidó sus orgías. Pero él nunca encontró el placer.
—¿Cómo de que no?
Nada, no sentía nada. Entradas y salidas, texturas de piel, tamaños, temperaturas, sabores, aromas, desgarres. Todo lo relacionado con los sentidos le resultaba familiar; pero nada del gozo característico del intercambio de caricias y miradas que penetran al cuerpo en cada célula. Sólo invasiones e invitaciones resignadas.
—¿Entonces, nada… nada?
Su vida siguió con la normalidad del que goza aburriéndose. Se acostumbró a vivir con lo que tenía, en paz, pero siempre con ese vacío.
Años después de jubilarse, se sentó en una banca de la alameda a darle de comer a las palomas. Oyó a un señor hablando sobre los encuentros clandestinos en jardín Palmitas. Dos horas después, guardó su pastillero y le metió dos tomas de paracetamol y una pastilla azul, por si las dudas. Se trasladó a Palmitas, con la referencia de ser un lugar de encuentros de todo tipo, y se preguntó por qué no había oído de él antes.
Llegó al enorme jardín circular. Los álamos grandes y los macizos de arbustos oscurecían los senderos y le daban al sitio un aspecto desaliñado. Se percató de la abundancia de cuerpos agazapados en los matorrales. Ojos de fieras lo llamaban con guiños, anhelos sin rostros y sólo pupilas.
Dio una vuelta como si nada. Miró uno que otro muchacho, uno que otro anciano, nada más viendo, también. Cada uno le regresó una mirada sugerente y cohibida, como si apenas comprendieran lo efímero de sus relaciones; cada uno en busca de una proximidad austera.
Fue a refugiarse a un arbusto, como un jaguar. El macizo de hojas daba una sombra profunda y amortiguaba el ruido. Pero oyó ciertos sonidos amplificados por el silencio: un aliento desfallecido, un palmoteo vigoroso. Esos rumores se le antojaron para él.
Un crujido de ramas se convirtió en un visitante inesperado. Con una expresión de ángel caído, la adolescencia del recién llegado resplandeció como un suspiro de fuego.
El muchacho no profirió palabra, ni dijo sí, ni dijo no, sólo se bajó los pantalones. El señor Farias se percibió antiguo, un vejete. Aquél debía padecer alguna condición extrema en los ojos. Si no, ¿cómo se iba a fijar en él alguien así de hermoso? Pero apenas estuvieron uno al alcance del otro, comenzaron el intercambio de alientos y caricias, rasguños y gruñidos, mordidas y fluidos. Quizá los dos compartieron un sueño.
Pero ni así lo gozó. Disfrutó el momento, cómo no. La calidez del cuerpo, la lozanía de aquel joven, la aventura tabú de un adolescente con un anciano. Pero cuando llegó el fin, se quedó tan vacío como todo el resto de su vida.
El muchacho se abotonó el pantalón y mostró la iniciativa de marcharse. Pero el señor Farias lo retuvo agarrándolo del brazo. Quería volver a intentarlo. Por primera vez necesitaba disfrutar del encuentro. El otro no podía irse tan satisfecho sin que él hubiera gozado, aunque sea un poquito.
El muchacho lo miró como si le hubiera picado un alacrán. El señor Farias lo atrajo a la fuerza, con dedos como de alambre. Pero el otro, de un empellón, lo arrojó al piso. El adolescente sacó garras y músculos y le tendió una caterva de manotazos, coscorrones, uppercuts, patadas en los testículos, en las costillas, en la cabeza.
Unos minutos después, que pudieron ser horas, al señor Farias apenas le alcanzaron las fuerzas para levantarse.
—¿Y qué pasó?
—Fue la mejor experiencia de mi vida —contestó, y le dio un sorbo a su capuchino.
Desde el primer puñetazo, algo se removió en su cerebro. Una neurona, glándula, o cualquier otra cosa, mandó una señal, líquido, hormona, lo que sea, que irrigó en sus extremidades, brazos, piernas, pene, una languidez apasionada y nueva. La sensación le quitó las fuerzas y lo doblegó. Su pene latía, su corazón latía, los testículos le dolieron. Entre golpes y patadas, acabó liberando la presión incontenible en una eyaculación que se mezcló con la sangre.
—Entonces eres un masoquista —dijo su amigo, con una sonrisa maliciosa—. O sea, ¿entre todas tus aventuras nunca probaste que te dieran una tunda?
No; entre todas sus aventuras nunca había probado a que le dieran una tunda. Tanto huyó del dolor que el placer se le quedó en misterio.
Se acomodó en la tierra, en la oscuridad del arbusto. Llevó ambas manos a su rostro y las retiró ensangrentadas. Sin embargo, después de esa golpiza se sintió mojado y a gusto. Sonrió, cerró los ojos y respiró el aire, como si fuera nuevo. A sus más de sesenta años, por fin, había descubierto el placer.
—Por lo menos alcanzaste a descubrirlo —dijo su amigo—. ¿Qué tienes?
Él volvió a beber de su capuchino.
—¿Ya para qué…? ¿Ya para qué? —y el señor Farias se puso a llorar.