De cualquier forma, Aníbal siempre llevó una vida sin sentido. Así que cuando recibió la noticia de que sólo viviría unos pocos meses más, ni siquiera le dolió. Además, tenía unas ideas extrañas sobre la muerte. Mientras otros se acongojaban y reñían al cielo, él prefería seguir como si nada. Su pensamiento se sostenía en ideas de filosofías muy concretas.
A los diecisiete años leyó un fragmento del Mahabharatha, donde el anciano Drona recibía el don de morir cuando él quisiera. De ahí asumió que la muerte era un regalo, en lugar de un castigo. Cuando leyó las Meditaciones de Marco Aurelio entendió que debía aceptar la muerte como parte de un estado natural al que se retorna. El cuerpo, como miembro de un todo, tiende a la disolución y regresa a la naturaleza. Cuando a Sócrates lo condenaron a muerte, planteó la posibilidad de que aquello a que lo condenaban sus acusadores lo habían hecho pensando que le hacían el mayor de los males, cuando en realidad podía tratarse del mayor de los bienes. Quizá en el otro mundo podría, por fin, encontrar a alguien sabio. En la religión católica, ¿no celebraban acaso la fecha de muerte de los santos? A nadie le importaba cuándo habían nacido, sino cuándo habían entrado al cielo, o sea, el día de su muerte. Por último, Alan Watts hablaba sobre el derecho de salir de este mundo, siempre y cuando uno se tomara la atención de despedirse de las personas, por lo menos en una gran fiesta.
Así que no esperó más. Si el fin llegaba pronto, no dejaría que lo sorprendiera, sino que él se le adelantaría. Comenzó a hacer llamadas. A su madre, en primer lugar, de quién no tenía tan buen recuerdo, pero al fin y al cabo había sido la puerta por la que había entrado al mundo y debía enterarse de su partida. Invitó a sus tíos y primos, a su exnovia y su última exesposa. Invitó a su amigo cirujano y al conserje del edificio, a su vecino dueño de un caniche, a su maestra de filosofía de prepa y su última jefa en el área de cobranza, aunque él trabajaba en compras. Invitó a todos, como cincuenta personas, cuarenta y siete para ser exactos. Quería despedirse con bombos y platillos. Todos estaban invitados, todos podían ir a decirle adiós antes de que se volara la cabeza que. De hecho, planeaba volarse la cabeza como espectáculo principal, aunque eso estaba por decidirse.
Dese luego, no les comunicó la “mala” noticia. La muerte, la partida, el último adiós se convirtieron en palabras tabúes que prefirió expresar de manera tangencial y con rodeos de tres kilómetros. Lo único que hizo fue invitarlos a una fiesta. ¿Qué se festejaba? Una reunión familiar, una comida, las ganas de verlos juntos. Nada extravagante, aunque sí intempestivo, puesto que él pocas veces o nunca les hablaba ni los veía.
Por otro lado, ya en materia logística, no quería dejar a nadie limpiando. Primero, pensó en darse un tiro en su casa, en su recámara, algo privado. Podía acomodarse la almohada en la cara y calcular bien y así los sesos y la sangre no se regaría por todas partes. Sin embargo, eso le resultó escandaloso. ¿Qué tenían que andar soportando los vecinos el olor de un cadáver?
Pensó ir a Denborough, en su isla preferida, del otro lado del mundo, y pararse en la cima de un acantilado, alzar los brazos en forma de cruz y lanzarse al vacío. El agua limpiaría la sangre, los peces comerían su cuerpo, la materia se aprovecharía. Pero le resultó demasiado romántico.
En lo que decidía, consideró el primer plan, con ciertas variantes. Se compró una cabeza de maniquí. Le marcó con un Sharpie negro unas líneas punteadas para reconocer las principales placas del cráneo: frontal, parietal, temporal, occipital. Aparentemente la mejor región para darse un balazo era la temporal. Si se daba en la frontal, corría el riesgo de que la bala atravesara toda la cisura longitudinal del cerebro y saliera por la occipital y él quedara vivo y dañado. Pensó necesario practicar para asegurar el resultado.
El fin de semana subió al carro, puso la cabeza del maniquí en el asiento del copiloto y condujo al bosque de Guayaquil. En un claro, solo, se sentó con la cabeza en las piernas y practicó un disparo. Casi se queda sin tímpanos y unas esquirlas de yeso le rebotaron en la cara. Al final tuvo que abandonar los pedazos de lo que acabó como restos de yeso inservible.
Una semana antes de su gran despedida recibió la llamada de uno de sus amigos. Le agradecía mucho haberlo invitado a la fiesta, pero se disculpaba porque ese día le habían programado la cirugía de un hombre con cálculos biliares y necesitaba estar ahí. Desde luego, Aníbal lo entendió. Recibió también el correo de respuesta de su exesposa; por supuesto, lo había mandado al carajo. ¿Cómo se atrevía a enviar tal cosa sabiendo la relación que ya no había entre ellos? Ella lo conocía poco razonable e impulsivo, pero no lo creía tan estúpido como para enviarle una invitación semejante. Ese mismo día se encontró con su vecino del caniche y el señor se disculpó diciendo que su perrito había estado sufriendo estrés y que él necesitaba quedarse a su lado para velar por sus emociones.
En la misma guisa pasaron los días. Correos de disculpa, decirle lo siento, no podré ir, recriminaciones que rayaban en lo trágico y hasta silencios dolorosos. Por lo menos, el cincuenta por ciento de las invitaciones habían sido declinadas. Esto quería decir que todavía quedaba el otro cincuenta por ciento. Cabe mencionar que otros tantos le confirmaron que estarían ahí, acompañándolo. En frases que representaban lugares comunes le reiteraban su amistad y comunicaban su aprecio, aunque algo en las palabras sonaba insincero.
Llamó a los proveedores. Redujo el número de mesas, el número de sillas. Recortó el número de servicios, apenas a tiempo, ya que el número se había reducido a veintitrés personas. Pero dejó igual número de cajas de vino. Valía la pena que los asistentes se encontraran menos sobrios al ser testigos del momento estelar. Porque eso es lo que al final había decidido: su partida debía dejar en la memoria de los invitados un recuerdo indeleble. Quizá algunos tendrían pesadillas, pero debían saber que él obraba de buena fe, para decirles adiós. Si las pesadillas venían como consecuencia de la vista de la sangre o algún trozo de cráneo en el piso o su cuerpo desplomándose como trapo, se debería a la mala percepción del mensaje que él quería transmitir. Y su mensaje era: Si ya no quieres vivir, vale la pena irte, pero no seas grosero, despídete.
El día de la fiesta llegó temprano. El espléndido jardín parecía uno de esos cementerios de los marinos estadounidenses. Completamente verde, azul el cielo. Supervisó el acomodo de las mesas y sillas bajo la carpa, dispuesta como un tabernáculo para la oración.
El programa era el siguiente: llegar a las 3 de la tarde; aproximadamente, una hora de convivencia y aperitivos; comida a las cuatro; un tiempo de música (era importante dejar a las personas hacer la digestión), y el gran final.
Pero a las tres de la tarde no había llegado nadie. En un país como el suyo, no había problema, sabía que se invita a las personas a llegar a las tres, para que en realidad se presenten a las cuatro y el evento empiece a las cinco. A pesar de lo trascendente que resultaba para él, decidió soportar con paciencia la impuntualidad de aquellos seres desatentos y que, por ignorancia, le hacían los últimos desaires.
Media hora después, nada. A las cinco todavía no había llegado nadie. A las seis era evidente que nadie vendría. Un mesero de mirada hosca se le acercó y se sentó a su lado. Le sorprendió esa familiaridad, pero no le hizo caso y ninguno de los dos se dirigieron la palabra, sumergidos en una distante compañía silenciosa.
El mesero acabó por levantarse, quizá aburrido, pero regresó a los dos minutos y puso una copa sobre la mesa; destapó delante de él una botella y lo animó a beber. Aníbal miró el reflejo de la luz en la copa, apuró el vino y el mesero volvió a servirle.
—Llama a los otros —le ordenó Aníbal.
Los meseros llegaron y él los invitó a sentarse. Aníbal fue a la cocina y trajo copas, se ofrecieron a ayudarle, pero él se negó. Trajo más botellas y sirvió vino a cada uno de los meseros, la cocinera, su ayudante, el empleado del estacionamiento y el vigilante. Sus edades eran distintas, desde muchachito hasta un anciano que entornaba los párpados, como si estuviera perdiendo la vista.
Comenzó a notar murmullos y micro expresiones. Quizá alguna burla velada, algún pensamiento de sorpresa, un secreto doloroso. Después de beber, les trajo el primer tiempo: una sopa de papa y poro. Visiblemente apenados, le ofrecieron ayuda, pero él se negó otra vez. Se movió como el hombre más rápido sobre la tierra, sirviendo sopas y el asado de res, más vino, acarreó platos y trajo servilletas, hasta que llegó al postre, una rebanada de pay de limón y el café.
Algunos meseros rehuyeron su mirada, hablándose en secreto, quizá avergonzados de que los sirvieran. Pero Aníbal los reconfortó ofreciéndoles más vino, excepto al más joven de ellos, que supo que tenía catorce años; a él le sirvió una naranjada de agua mineral.
Al final de la comida, cuando hubo llevado cada plato y cubierto al fregadero, tomó un micrófono, jaló una silla y se instaló al centro de la carpa. Cada uno de los empleados le puso atención, ojos turbios por la bebida y a la expectativa de cualquier cosa sin importancia.
—El gran final era volarme los sesos —dijo Aníbal, y sacó la misma pistola con la que había destruido la cabeza del maniquí.
El mesero de la mirada hosca hizo el ademán de levantarse, como asustado. El más joven, el muchacho de catorce, se dirigió al baño. Pero el resto de ellos esperó, quizá embrutecidos por el alcohol o algún discreto interés por saber qué diría ese loco.
—No, no se preocupen, mis buenos hombres —dijo Aníbal, poniendo la pistola en la mesita detrás de él—, no les voy a hacer ningún daño. Decidí organizar esta fiesta para despedirme del mundo. Porque, así como mucho sentido, no le veo a la vida. Lo pensé, lo medité. Esta se supone sería mi gran fiesta de partida. Pero ahora acabo de descubrir que a nadie le importa. ¿Y qué sigue después de este descubrimiento? Si en realidad vine para dar un espectáculo, qué asco de ser humano soy. Quiero decir que, si era por eso, no estaba dispuesto a morir, sino más bien a escandalizar. Esto es lo que yo pensaba: dejar a un montón de asistentes un mal recuerdo que los persiguiera por el resto de la vida. Desde luego, nunca les dije que me mataría. Pero debieron saberlo, por lo menos intuirlo. Todos mis bienes serían repartidos, les convenía estar aquí. Pero no hay nadie y la muerte ya tampoco tiene sentido. Esperaré hasta el último día, que por cierto no tardará en llegar. Mi decisión es seguir viviendo y animar al que quiera seguirme. El día de hoy, con ustedes, me la he pasado tan a gusto, sirviéndoles, que gracias a eso encontré este nuevo sentido en mi actuar para los demás. El día de hoy celebrar con ustedes me sirvió, no como una despedida, sino como una reintegración al género humano. El género del que busco ser un amigo útil e incondicional de aquí en adelante.
Cada uno era un rostro amable, condescendiente y piadoso. El ayudante de la cocinera hasta dio un suspiro, los meseros aplaudieron. Pero Aníbal vio en la expresión de la cocinera una mudanza intempestiva; la mujer se llevó las manos a la boca, como para evitar un grito. Aníbal se dio la vuelta y vio al mesero más joven, el muchacho de catorce, con la pistola en la mano. El primer tiro falló, al muchacho le tembló el puso. El segundo tiro le dio en la pierna y lo tumbó, se dio de cara con una mesa y se enredó en el mantel. Aníbal se supo perdido y ni tiempo le dio para pensar en el dolor, porque el siguiente disparo le dio en el cuello y el último, por fin, en la cabeza. Fue como un tubazo y un piquete de avispa al mismo tiempo, la sensación dolorosa y confusa se mezcló con un último y tardío pensamiento: “no quiero morir”. Después, nada.
El muchacho se quedó de pie, como idiota. El mesero de la mirada hosca le quitó la pistola. El resto de los invitados permanecieron en sus lugares, como si el miedo los paralizara.
—De por sí él ya se iba a matar.
—Pues digamos que él lo hizo.
—Con tantos agujeros, ¿quién va a creer que él mismo lo hizo?
—¿Y tú, por qué lo hiciste?
—Déjalo, ¿no ves que era él o nosotros?
—¿Y a quién le hablamos?
—¡Nunca nos amenazó! ¡Nada!
—¿Alguien se acuerda de su nombre?
—¿Tú estás bien?
—No sean estúpidos. Vamos a ver si podemos ganar algo de esto.
Le sacaron la cartera, las llaves del auto, de su casa. Envolvieron el cuerpo en el mantel sucio, limpiaron la sangre, recogieron las mesas y las sillas, lavaron la vajilla, tiraron la basura. Metieron el cuerpo en la cajuela del propio carro de Aníbal. Quedó un jardín oscuro y solitario. Sólo se oyó el ruido de afuera: los carros pasando, los pasos de una pareja, el chirriar de un grillo, un grillo en las matas del césped al otro lado de la barda.