Saúl caminó sin que los perros ladraran; o quizás no quedaba ninguno en la cuadra. De la esquina salió un niño persiguiendo a otro, más pequeño, y ambos lo pasaron de largo, así yo, detrás de ti, rabiando porque me tocaba quedarme con el cambio después de ir a la tienda y tú escapaste con él, veloz, como si fuera el perro de doña Casilda el que te persiguiera y no tu hermano
Llegó a la casa de fachada blanca, simple, él la había conocido azul. Desde el segundo piso una luz se asomaba a sus ojos. Saúl se acercó al portón de madera. La acera cubierta de las hojas de álamo crujió bajo sus pasos, le dieron ganas de ir por una escoba y ponerse a barrer, ya nadie barre, nadie cuida el mundo de afuera, donde tú estuviste y los pasos se esconden en el espacio Con el pie empujó las hojas y descubrió unas letras en el cemento, mi nombre y el tuyo, apenas se notan las iniciales, no sé si la noche o el polvo las hacen verse menos, nadie sabe quién soy yo, nadie sabe quién fuiste tú, cerca de aquí se manchó el cemento con mi sangre cuando me descalabré al caer de la bicicleta, tú corriste a levantarme, tú me llevaste en brazos, me lavaste la herida y mi mamá te permitió cuidarme
La luz de la casa se expandía en una especie de oscuridad, en lugar de iluminar la calle. Saúl levantó el cuello de la gabardina y se envolvió en la bufanda, qué personas viven ahora en la casa, sin ser mía, era mía y tuya, era nuestra, hermano, la casa de mi madre, la casa de mi padre, estas paredes no me esperan, nadie me espera, el aire tira las hojas del álamo y nadie las barre Se arrodilló, como quien se dispone a orar. Dejó la boina a un lado y besó las iniciales en el cemento, ahora soy un viejo y aquí estoy haciendo desfiguros de anciano, ¿por qué no corriste así de rápido, como cuando yo iba detrás de ti?, ¿por qué te dejaste alcanzar?, acaso tropezaste con la raíz del álamo
Fue al portón, su índice dudó ante el timbre; pero tenía que tocar y saber qué quedaba de su vida, de esos años. Porque en la niñez queda mucho tiempo para enmendar los errores y arrepentirse, pero en la vejez no queda nada; en la vejez sólo queda tiempo para besar unas iniciales en la acera y dudar ante el botón de un timbre.
Todo nos aparta, el tiempo, la distancia, la finitud. Sigo siendo el rebelde habitante de esta casa, sigo siendo el que conociste. Quizá todavía escuchas mi voz furiosa y arrogante en tus recuerdos. Nos miras, a papá y a mí, discutir por cualquier cosa. Él y yo nunca nos pusimos de acuerdo. Quién sabe si por crecer y volverme fuerte sentí ganas de separarme de él. Cada palabra equivocada, cada gesto suyo, cada gota de alcohol, nada de lo que fuera él lo quería yo para mí. Pero luchar entre nosotros nos agotó, nos dejó sin paciencia, con odio. A él lo dominó el odio la tarde que discutimos la última vez. Tú lo viste ir detrás de mí, furioso, por cada habitación de esta casa, lo viste detrás de mí, como tú y yo cuando me perseguías. Después de ese día, una y otra vez en tu imaginación, en tus sueños y pesadillas, me miras escapando por esa acera en la que ahora te detienes, pisé esas letras que tú y yo pusimos y que ahora besas. Miras hacia acá desde ese punto en el que te encuentras, pero no me ves, sólo ves el vacío que dejó mi cuerpo, este espacio sin mí. Te espero y busco en el pensamiento, pienso en ti y te me escapas. Mejor así, no me da espacio para mirarte desde un lugar distinto, clavado aquí, en nuestra casa. Pero sé que tú me quieres y te sientes triste y no sabes que aquí estoy todavía. Ahora eres viejo y ya no te da tiempo para nada. Aquel odio lo aguanté y acabó llevándome, pero tú eres libre, sé que el odio no vive en ti. El odio es cosa de un segundo y después, la oscuridad.
Si alguien besaba ese pedazo de cemento debía ser él. Pero me resultaba imposible verlo bien. Intuía que era él, aunque no podía saberlo. Desde este ángulo, por más que uno se asome, el álamo de la acera le tapa a uno la vista.
Cómo que me daban ganas de llamarlo; sólo que en realidad nunca tuve una amistad con él, nunca nos hablamos mucho. Gabo, por otro lado, era mi mejor amigo; no sé si yo fui su mejor amigo, pero él sí lo fue para mí.
Gabo hacía desatinar mucho a su hermanito, le contaba historias de que era adoptado, que lo habían recogido de la basura y ahora en agradecimiento tenía que ser su esclavo. A cada rato veía al pequeño ir detrás del grande: a Gabo le gustaba quedarse con los cambios de cuando iban a la tienda y jamás le dejaba tenerlos. Yo nunca tuve un hermano, así que no sabría decir cómo tratar a uno; pero entendía que hacerlo rabiar no era la manera; a un hermano no se le trata así.
Gabo era un rebelde, discutía con los maestros, con su mamá, con su papá. Sus gritos y los de su papá alcanzaban a oírse hasta mi cuarto y yo creo, en toda la cuadra. Quizá esa última vez sí pasaron a los golpes y por eso su papá necesitó ponerle un alto; pero no tenía que ser así, no tan definitivo. Yo no tengo hijos, pero sé que a los hijos no se les corrige así, no de esa manera tan contundente, irremediable.
Ahora otra familia vive en esa casa. Dicen que han sentido una presencia, seguramente ya les contaron la historia y se sugestionaron; pero sólo es eso, sólo sugestión, porque lo sobrenatural no existe. De existir, Gabo ya hubiera venido por lo menos a saludarme, y yo no lo he visto ni en sueños, y él no me hubiera dejado tan solo. Él era mi mejor amigo y nunca tuve otro igual; ahora tampoco me quedan amigos y sí los quiero, pero supongo que ninguno sería igual a él, como ninguno lo fue.
Ese de ahí enfrente debía ser su hermanito, un viejo, y yo también soy viejo. Se supone que uno de viejo va perdiendo la vergüenza, y yo tenía que saber quién era ese, debía atreverme a hablarle. Me amarré el cinturón, me puse el suéter, bajé y salí a la calle.
A la luz del farol no lo reconocí. Pensé en hablarle, buenas noches, me acercaría, cabizbajo, para no asustarlo, tú eres hermano de Santi, hablemos de tu hermano y de nuestras vidas y lo que pudo haber sido su vida; tú y yo necesitamos saber quiénes somos, quiénes fuimos sin él. Pero mientras me le quedé viendo, él apenas levantó el dedo como para tocar el timbre, y nada, no se movió. Lo miré y él ni siquiera se percató de que yo estaba ahí.
Cohibido, inseguro, fingí un olvido y regresé aquí, a mi cuarto. Pero me quedó la duda de quién era ese. Nunca supe si fue él, pero debió ser él, seguro que sí, debió ser él. Y quién sabe si algún día lo vuelva a ver. Cerré la ventana para no oír al perro que, de alguna parte, se puso a ladrar.