Ese sitio nunca fue suyo. Arturo llevaba seis meses dedicándose a un voluntariado en una casa hogar y lo detestaba. Se había dejado llevar por la convicción de que la humanidad puede salvarse. Niños en el patio de juegos, en la sala de estudio, en el comedor: las imágenes en las redes sociales lo convencieron y decidió dedicarles un día a la semana. Pedagogo de profesión, quería aportar lo poco a su alcance para sanar el mundo.
Pero después de conocerlos y decepcionarse, tampoco podía decirse que se había equivocado. Le tomó meses aceptar que él no estaba hecho para una casa hogar. Por muy buena voluntad, alguien que trabaja con niños debe amarlos —no por lo que se ve en las fotografías, sino por quiénes son— y aceptarlos en su humanidad. Lástima que en su cabeza sólo encontró ejemplos confirmatorios de su decisión de partir. ¿Quién, en su sano juicio, aguantaba un tropel de gritos, piojos, arañazos, empujones, berrinches, peleas, zapes, escupitajos, descalabros, mordidas, puñetazos, robos, orines, caca, mocos, lágrimas, mentiras, acusaciones, chismes?
Desde luego, ante los grandes males del mundo, cosas como esas parecían demasiado poco. Pero no lo eran. El mal empieza con las acciones pequeñas y en la casa hogar muchas acciones eran malignas. Carentes de un guía adecuado, muchos niños hacían lo que se les venía en gana. Arturo no tardó en darse cuenta de por qué en novelas como Oliver Twist los huérfanos eran vistos más como una carga que como un regalo de Dios.
Por supuesto, ninguno de esos niños había llegado ahí por su propia cuenta. Les habían sido recogidos a padres violentos, desobligados, criminales, en situación de pobreza o drogadicción, o simplemente personas que no daban un carajo por sus bendiciones. En dicho estado de cosas, había niños enojados con la vida, con ellos mismos, con sus padres, con toda figura que representara eso que los había lastimado.
Un niño se tira al suelo porque no le dan un pedazo de pan de chocolate y se va trapeando el piso con la espalda, empujándose con ambos pies, mientras grita y se pedorrea al mismo tiempo. Otro agarra un Buzz Lightyear versión premium y le da en la cabeza a su compañero de asiento, quien termina descalabrado. Un día reciben al voluntario con un abrazo y al siguiente lo ignoran; al siguiente le tienden los brazos y al otro día vuelven a tirarlo de a loco.
Pobrecito, cómo sufría. Con ese sarcasmo pensaba Arturo en sí mismo. Comparaba sus “sufrimientos” con los de esos niños y se reprochaba lo bastante poco que él tenía que aguantar, a cambio de lo que ellos no sólo habían, sino estaban viviendo.
En esos meses, la única amistad que había formado fue con Javi. El niño de siete años hablaba como uno de tres y apenas escribía líneas chuecas y círculos que parecían cuadrados. Llevaba los seis meses trabajando con él y apenas lograba convencerlo de quedarse sentado. Javi era incapaz de mantener la atención por treinta segundos: ya miraba a la ventana, lo distraía el paso de un pájaro, el movimiento de una rama, el sonido de alguien caminando, la computadora de al lado, la comezón en el cabello, aunque no tenía piojos.
Sin embargo, se la pasaban bien. Arturo fue acostumbrándose a él y el niño lo recibía colgándosele del cuello. Bromeaban sobre a quién le olían las patas, se hacían cosquillas, le hacía avioncito y jugaban a la pelota. Muchas veces lo llegó a ver en el sofá de la recepción, el sitio regular de castigo. Lo más común era el robo; hijo de alguna familia disfuncional, el niño no podía dejar los malos hábitos y con frecuencia se embolsaba galletas, juguetes de las donaciones, dulces y pan de la canasta de la cocina. También reñía con los niños y solían verlo trabado a golpes, aunque él siempre terminaba llorando. La última vez lo mandaron castigado a la recepción por haberse bajado los pantalones delante de una voluntaria y su hija de doce años. En general, hacía desatinar a quienes lo cuidaban, con su desobediencia e hiperactividad.
El día que Arturo dejó de tener la voluntad de ir y comenzó a ver sus visitas más como una pesada obligación, decidió mandarlos a volar. Comunicó su intención a la pedagoga con una mentira, le dijo que una responsabilidad ineludible de trabajo le impediría seguir yendo. Dijo que estaba muy agradecido y que había sido una experiencia transformadora y muy importante en su vida. La pedagoga lo escuchó, sintió su decisión y acordó con él la fecha en que se despediría de Javi, pues había visto entre ellos cierto vínculo y consideraba necesario que el niño le dijera adiós.
Llegó el viernes en que se despediría. Esa tarde se puso a trabajar con el niño, igual que siempre. Le presentó unas figuras geométricas de plástico que tenía que clasificar por tamaño, número de aristas y color. Con excepción del octágono, todas las otras figuras pudo organizarlas. El niño se había portado excepcionalmente atento, pero a mitad del ejercicio recordó quién sabe qué cosa, balbuceó y se escapó de la sala de estudios. Después de que Arturo se quedó como tonto esperando a que el niño volviera, la pedagoga regresó con Javi y lo sentó a la misma mesa en que habían estado trabajando.
—Arturo ya no va a estar con nosotros —le dijo ella al niño— y se tiene que ir. Pero te va a venir a visitar —agregó, mintiendo.
Javi apenas podía quedarse quieto, parecía no importarle nada, jugaba con un carrito imaginario, conduciéndolo de una esquina a otra por el borde de la mesa. Arturo le dijo cuánto le había gustado trabajar con él, que le hubiera obedecido y le deseaba lo mejor. Le dio un abrazo y Javi también lo abrazó. La pedagoga les tomó la foto para la memoria de la casa hogar: un gancho más para otros voluntarios incautos. Se dijeron adiós, la pedagoga tomó de la mano a Javi, él se le soltó y fue arrastrándose por la barandilla de las escaleras, como acostumbraba. A mitad de camino, el niño se detuvo y miró a Arturo.
—¿Y vas a venir el martes? —le dijo el niño, con una pronunciación que parecía estar masticando una pelota.
—No —dijo Arturo.
—¿Y el viernes?
—No.
—¿Y el miércoles?
Arturo negó con la cabeza.
—¿Y el lunes?
—Ya vámonos —dijo la pedagoga.
—¿Y el jueves?
—Javi… —dijo la pedagoga y el niño bajó con ella las escaleras. Arturo ya no tuvo que decir de nuevo que no iría.
Recogió el cuaderno de Javi, su lápiz, el color azul y el verde, los puso en su caja y todo lo acomodó en el librero de siempre. Se despidió de ese espacio con una mezcla de alivio y nostalgia. Bajó las escaleras y le dijo adiós a la pedagoga, a la psicóloga. Le comentaron que si quería despedirse del director de la casa hogar necesitaba esperar un poco, pues había salido a una diligencia y no tardaba.
Fue al patio. En ese momento, los niños cenaban. Entró al comedor y los miró, como siempre, embarrándose el pan en la cara, tirándose de los cabellos, azotando el vaso, exigiendo más leche, eructando, pedorreándose. Arturo se afirmó en su decisión de no volver. Pero al que no vio fue a Javi. Se asomó a la ludoteca, un cuarto amplio y encerrado, y lo vio destrozando un Buzz Lightyear. El niño lo miró y, con unas palabras que se le enredaron en la lengua, le habló, gesticuló, se enojó y, al final, lo abrazó.
La cuidadora dio por terminada la cena y llamó a los niños para que se lavaran los dientes. Unos subieron las escaleras al primer piso, donde estaban los lavabos, mientras otros se quedaban llorando y quejándose de que no querían dormir.
Arturo dejó a Javi en las escaleras, él era de los que rabiaban, porque no quería asearse. Después de “convencerlo”, mientras miraba al niño montar las escaleras, seguro y agradecido por su obediencia, le dijo adiós. El niño asomó la cabeza por los barrotes de la barandilla, le sonrió y le escupió.
El escupitajo cayó justo a los pies de Arturo. Cuando miró de nuevo hacia arriba, Javi se había esfumado. Miró otra vez el escupitajo, preguntándose si de verdad había sido para él y se dio la vuelta.
Salió a patio. El director estaba ya dando órdenes sobre dónde poner las bolsas de ropa, zapatos viejos y juguetes del donativo. Arturo se acercó a él y le tendió la mano.
—Adiós —dijo, así de simple, a quemarropa.
—Que te vaya bien, mi amigo —le contestó el director, más bien distante.
Arturo tomó el pasillo hacia la salida, miró el sofá vacío en la recepción y, detrás de él, cerró la puerta.