Mateo se quedó pensativo después de despertar. Solo, en la recámara, añoró la presencia de su ahora exesposa; pero, como un niño, sonrió al percatarse también de la necesidad de Teddy, su oso de felpa de la infancia. Se miró a sí mismo arrastrándolo por la sala y la cocina y el patio, tan persistentemente que el osito parecía ya un costal viejo. Así, sucio, lo llevaba lo mismo a dormirse con él que al patio a hacer pasteles de lodo.
Se puso un pantalón de mezclilla y una playera blanca. Pasaría el fin de semana con su hijo. Desde ya un año que lo recogía los viernes en la tarde y lo regresaba el domingo, antes de las diez. Era como pedir prestado un libro a la biblioteca. Pero podía decirse que el divorcio le había salido bien. De cualquier forma, seguía pagando por todo. La diferencia era que ya no disfrutaba de la familia por la que trabajaba; salvó esas migajas de su hijo que se llevaba el fin de semana.
Pasó al Best 7 para comprarle un regalo. Fue directo a la juguetería. Se consideraba malísimo para elegir ropa y como no quería errar, con un juguete no había pierde. Los carritos Hot Wheels tenían descuento. Meditó lo que podía gustarle a un niño de tres años, ya casi cuatro. Miró triciclos, rompecabezas gigantes, cuadernos para colorear y pelotas suaves. Pasó también por los anaqueles de muñecas y juguetes de felpa: pulpos, perros, dinosaurios, un osito café, como el suyo.
Pero ningún oso era como su Teddy. Ese fue su nombre desde que sus padres lo leyeron en la etiqueta. Los ojos negros de Teddy parecían ver el universo con sus galaxias y constelaciones. Un día Teddy brincó al balde de agua con cloro y su felpa café acabó pinta, entre amarilla y un indeciso blanco. Se puso feo. Pero seguía siendo Teddy, su Teddy.
Sí, le regalaría un oso de felpa. Pensó en las obsesiones de la madre. Esa señora no estaría de acuerdo, por razón de las bacterias y el polvo. Pero a los tres años ya era muy propio y adecuado tener un Teddy. Y aunque éste no tenía nombre en la etiqueta, le pondrían uno.
Diez minutos después, un osito de felpa se sentaba tranquilo en el asiento del copiloto. Mateo le ajustó el cinturón de seguridad para que no se fuera de boca.
Tocó el timbre de la casa de su exesposa y se abrió la puerta. Su hijo soltó la mano de su madre y se le echó en brazos.
—Dile al señor que te traiga a tiempo el domingo, porque tenemos que salir —dijo la madre, detrás del niño—. Sabes que te amo, cielo. Te amo, corazón —le dijo, más bien en un tono dramático.
Mateo le abrió a su hijo la puerta del coche y el niño descubrió el oso.
—Mira quién te está esperando —le dijo al pequeño.
Su hijo abrazó al oso y le hizo cariños, se lo pegó a la cara y lo olfateó.
—Pregúntale al señor si lavó esa cosa, esas porquerías almacenan demasiado polvo y bacterias.
—¿Cómo se va a llamar? —preguntó Mateo a su hijo.
—¡Toto!
Será que un nombre así era común debido a la dificultad de los niños para pronunciar las palabras. Pero “Toto” estaba bien.
Llevó a su hijo y a Toto a comer al Steve’s. Su hijo apartó para el osito un trozo de pan, que acabó comiéndose y saboreando por él. De acuerdo con Toto, la hamburguesa sólo sabía a carne y cátsup. Los osos comen carne, pero no cátsup, sabe agria.
Fueron al parque, se subieron al volantín y Mateo ayudó a Toto a colgarse del pasamanos. Ahí les agarró el aguacero y los tres quedaron empapados. La imagen de Toto mojado como trapo de cocina le recordó a su propio Teddy: olía a sucio y a cloro, lo había dejado secando al sol sobre una silla del patio.
—¿Y mi oso?
Su mamá se le quedó mirando y él notó que se le enrojecían las orejas. Ella le contó que encontró al oso sucio y abandonado y como pensó que ya no lo quería, lo había tirado a la basura. Mateo le lloró al oso una semana y el resto de su vida. Toto no sufriría ese destino.
Llegando a casa, lo primero que hizo fue llevar a Toto a la lavadora, con ciclo de ropa delicada. Quedaría mejor que nuevo y sin gérmenes.
Ellos también fueron a bañarse. Su hijo necesitaba que le pasara la esponja. El niño había nacido con manchitas blancas en las piernas, en los brazos, en el vientre. Vitíligo, mal del pinto. Los doctores le habían dicho que no era nada para preocuparse. Quizá por algún reflejo de la luz, Mateo ahora le notó otras manchas en el cuello y en la cara, apenas visibles. Pero hubiera deseado que su hijo no tuviera que lidiar con eso, sabía que un día los niños le dirían cosas crueles, porque los niños son crueles.
Vieron una película de Paddington, aunque su hijo en realidad la vio a medias; se quedó dormido cuando el oso tomaba el té con la reina.
Lo llevó en brazos a la recámara. Dormirían juntos. Era el único ser sobre el planeta con el que Mateo desearía compartir ese espacio tan íntimo. Como todas las otras cosas, ese tiempo pasaría; un día su hijo sería adolescente y los dos buscarían su propio espacio.
El rostro de su hijo se le figuró el de un cachorro. Su vida frágil estaba en sus manos. Puso un dedo en la nariz pequeña y el niño sonrió y abrió los ojos.
—Pensé que ya estabas dormido —dijo Mateo, haciéndole cosquillas.
La risa del niño sonó al tintineo de un cristal lustroso.
—Soy yo… —le dijo el pequeño, en secreto.
—¿Sí? ¿Y quién eres?
—Teddy.
A Mateo se le desvaneció la sonrisa. Era una mala broma, tal vez, salvo que él nunca había hablado de Teddy con su hijo. La ausencia de Teddy era un dolor personal y perpetuo.
—Tú me amabas y yo nací para ti —le dijo el niño—. Yo quería que fueras mi papá y me dijeron que sí. Mira mis manos.
El niño le mostró sus manitas pintas, como un trapo de felpa al que han salpicado con cloro, un indeciso blanco.
—Viví en la basura, pero subí y subí, allá arriba, y ahora estoy aquí, contigo. Te amo, papá.
Mateo envolvió las manos de su hijo y se las llevó a los labios. Esa piel pintita era suave, precisamente, como la felpa.